A lo largo de mi vida tuve numerosas oportunidades de visitar Auschwitz, pero nunca lo hice. Mis cuatro bisabuelos del lado paterno,...
A lo largo de mi vida tuve numerosas oportunidades de visitar Auschwitz, pero nunca lo hice. Mis cuatro bisabuelos del lado paterno, algunos de sus hijos, sobrinos y primos desaparecieron durante la Segunda Guerra Mundial sin dejar rastro.
En 1945 llegó una carta de Polonia que aclaraba cómo unos fueron fusilados en su ciudad natal, Lutzk, en la que vivían desde hace siglos. Los llamados einsatz gruppen los acribillaron tras obligarles a cavar su propia tumba.
Algunos lograron escaparse y se unieron a quinientos hombres que desafiaron a los nazis y se enfrentaron a ellos con piedras, puñales y machetes, hasta ser fulminados por la artillería alemana. Los últimos judíos que resistieron en Lutzk fueron concentrados en la emblemática sinagoga de madera de la ciudad y quemados vivos en el verano de 1942.
Mi abuelo nunca quiso contar la historia a sus nietos por temor a "contaminarnos", por temor a que nos convirtiésemos en seres cínicos deprimidos. "Tenéis que crecer limpios, creer en el hombre", me dijo cuando le presioné para que me hablara del agujero negro de nuestro pasado familiar. Sólo ahora, décadas más tarde, llegué al cementerio más grande de la historia de la humanidad. Al lugar en el que casi un millón y medio de seres humanos -judíos, homosexuales, testigos de Jehová y discapacitados físicos- fueron asesinados entre marzo del 1942 y noviembre del 1944 por las balas, los golpes o las cámaras de gas en las que se inyectaba Ziklon-B en el lugar en que estaban convencidos de que se iban a duchar. Cuando los reclusos entendían lo que ocurría, se subían por las paredes. Los guardias nazis esperaban que se hiciese el silencio y, sólo media hora más tarde, evacuaban los cuerpos sin vida, que incineraban en los crematorios y lanzaban en una piscina en el campo, que debe de ser el lugar con más cenizas humanas concentradas en el suelo. Casi un millón de personas.
Había visitantes de todo el mundo: parte de ellos, judíos, y otros, turistas con voluntad de conocer la trágica historia del Holocausto. ¿En qué momentos me estremecí y les vi estremecerse? Cuando en plena visita a Auschwitz 1 escuchamos el ruido de decenas de trenes que pasan al lado del campo hasta el día de hoy. Al avistar Auschwitz 2 -conocido como Birkenau-, a tres kilómetros del primer campo, una guía polaca con tono suave nos enseñó miles de kilos de pelo rubio, castaño y negro, extraído a cientos de miles de mujeres que llegaban al campo. El vello se usaba para hacer uniformes para los guardias o alfombras, reemplazando así el pelo de caballo, "que era más caro", según explica la guía. Los alemanes eran muy ordenados: en uno de sus informes se habla de un tren con 3.000 kilos de pelo femenino que iba a ser transformado en fieltro industrial. El horror aumentó al presenciar miles y miles de gafas, y aún más al ver decenas de miles de prótesis, que eran parte del cuerpo de los inválidos que minutos después de llegar eran automáticamente enviados a las cámaras de gas.
"¿Cómo se puede llorar la muerte de seis millones de personas?", se preguntaba el superviviente y premio Nobel de la Paz Eli Wiesel. Quizás por este motivo estudié con atención la historia de Rebeca Grunwald, una bella joven rubia de 18 años soñadora, amante de la poesía y enamorada del amor. Me imagino que es más difícil pelar a una chica como Rebeca, incluso para una máquina diabólica y perversa como la del nazismo. Sin embargo, lo primero que le hicieron tras desnudarla y raparla al completo fue tatuarle el número 7762A en su brazo. De esa forma, tras deshumanizarla, era más fácil torturarla. Ella fue testigo de lo que le ocurrió a un millón de judíos en este lugar. La separaron de sus padres -asesinados inmediatamente- mientras ella sufría una agónica muerte de seis meses de duración. Un exterminio minuto a minuto, día a día.
Al principio, los nazis fotografiaban a parte de sus víctimas cuando llegaban en los miles de trenes que durante varios días les transportaban a este campo situado en Polonia. Más adelante, decidieron tatuarlos porque tras su estancia en el campo el hambre era tal que las personas se desfiguraban y quedaban irreconocibles. Esto, sin contar a aquellos que pasaron por las garras del doctor Mengele, que llevó a cabo terribles experimentos médicos sin que nadie sepa la cifra exacta de personas que asesinó. Mengele nunca fue castigado y murió en Brasil en 1979. De los 8.000 guardias del campo, sólo unos 800 fueron ajusticiados.
Cada mañana, herr Doktor Mengele elegía a sus víctimas, que temían ser seleccionadas para sus experimentos. Muchas mujeres frotaban sus caras con el polvo rojo de las tejas para mejorar su aspecto y evitar ser escogidas.
Shlomo Venezia, superviviente de la Shoá, decía que cada día prefería morir, pero al mismo tiempo cada día luchaba por sobrevivir. Venezia cuenta que el hambre era tal que arriesgaban la vida por un pedazo de pan. "Yo masticaba, pero no nos podíamos masticar a nosotros mismos y, en medio de nuestra impotencia, me decía a mi mismo: mañana por la mañana tendremos más pan".
En estos años, todos los caminos conducían a Auschwitz. 430.000 judíos húngaros fueron asesinados en este campo, el más emblemático del nazismo. Pero hubo otros transportados desde muy lejos, que viajaban a veces casi una semana desde lugares lejanos como las islas griegas de Salónica o de Rodas -se estima que fueron unos 55.000 los judíos griegos desaparecidos-, o Noruega, desde donde llegaron 690 judíos más. El 80% de los que llegaban al campo de exterminio eran ejecutados inmediatamente.
Todos los bienes incautados a los presos eran utilizados para el bien de la economía del III Reich, y se enviaba todo a Berlín tras ser cuidadosamente empaquetado.
El oro de los dientes de los cadáveres; los huesos, que eran utilizados como fertilizantes humanos; y los objetos personales, previamente desinfectados para ser reutilizados en la capital alemana. Un padre de familia polaco explica a su mujer que los nazis fueron los mayores ladrones de la historia: incluso buscaban en los zapatos de sus víctimas dinero y joyas.
"Aquí viven los muertos", rezaba una pintada en uno de los barracones. Por la noche, entre la visita a Auschwitz 1 y 2, me quedé a dormir en un hotel de la ciudad polaca, en la que actualmente viven cerca de 40.000 habitantes. En el hotel hay un spa, situado en medio de un jardín a menos de un kilómetro en línea aérea del pozo de las cenizas humanas del campo número 1. El autobús en la carretera tiene un cartel electrónico que reza: "Birkenau". Dormir en Auschwitz no es fácil.
Cuando salimos de Birkenau, escuchamos las campanadas de una iglesia situada justamente a decenas de metros del campo. Me pregunté a mí mismo cuál habría sido la actitud de los sacerdotes y de los vecinos de la ciudad, que seguramente escucharon los gritos y olieron los hedores de la muerte. Quizás por eso el papa Francisco promete abrir los archivos del Vaticano para investigar el papel de la Iglesia durante la Segunda Guerra Mundial.
La resistencia de los condenados en Auschwitz consistía, sobre todo, en afrontar la deshumanización y mantener algo de dignidad. Esforzarse por mantener la higiene, intentar leer, escribir o dibujar, ayudar a alguien a sobrevivir o, incluso, a morir. Eli Bohnen, un rabino de las fuerzas armadas norteamericanas que acompañó al ejército de EE.UU. en la liberación de varios campos en 1945, se encontró con algunos esqueletos humanos revestidos aún de piel que apenas pesaban veinticinco kilos.
Eran muertos vivos, aquellos que los nazis, en su intento de destruir y evacuar los campos, no lograron llevarse porque no se podían mover. Bohnen dijo: "Me sentía en la obligación de pedir disculpas a un perro que nos acompañaba por el hecho de pertenecer a la raza humana. Yo, como ser humano, pertenecía a la raza responsable de las barbaridades que cometieron los nazis".
COMENTARIOS